Cuando era un bebe muy pequeño mis abuelos me
llevaban a la playa de al lado del aeropuerto, lo odiaba y me aterraba. Tocar
la arena me producía un asco, difícil de explicar teniendo en cuenta lo pequeña
que era. Ellos sólo decían: “cuando pase el último avión nos vamos”, y yo
sentía un alivio bastante grande al ver
los aviones publicitarios planeando por el cima del mar. Nunca me bañaban sólo
me tenían en mi sillita de bebe hasta que volvíamos a casa. Después regresábamos
a mi ciudad natal con mis padres. Los viajes se me hacían eternos, la carretera
me aburría muchísimo y lo único que me entretenía a veces era pensar que la
luna nos seguía. Cuando llegaba a mi ciudad rodeada de montañas me encantaba
verlas por detrás de los edificios y sentir lo cerca que estaba la naturaleza
del mío. Los árboles y las piedras siempre me daban una sensación de
tranquilidad y protección, que con el tiempo se convertiría a veces en una de
encierro y miedo. Eso fue cuando crecí un poco más; sobre la época de mi pre
adolescencia las montañas me parecían una barrera peligrosa que no podría
sortear si algún día decidiera salir corriendo. Entonces fue cuando me mude dos
años a una ciudad de playa, y la manera en que veía el mar cambió totalmente. La
paz y la libertad de las olas y el agua eran difíciles de encontrar para mí en
otros paisajes, a veces lo hacía en el cielo de un día tranquilo con nuvecillas
pequeñas. Pero honestamente no era lo mismo, a veces imaginaba que nadaba sin
parar hasta otro país u otro continente muy feliz, contenta y valiente. Ahora
desde otro país y recientemente fuera de mi continente, estoy descubriendo y
aprendiendo cosas del paisaje urbano, mi primera vez viviendo en una ciudad
grande. La diversidad, la vida y la actividad me encantan y me motivan pero
muchas veces las calles que no son calles sino carreteras me abruman y me
aterran tal como lo hacía la arena cuando era un bebé.
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