sábado, 12 de septiembre de 2020

Los libros de Faustino

 

Había una vez una ciudad en la que estaba prohibida toda manifestación explícita de la imaginación, por supuesto la gente la seguía usando como facultad interna de todos los seres humanos. Pero estaban prohibidos todos los libros cuya finalidad no fuera única y exclusivamente académica; las películas, las obras de teatro, la música y las bromas en público, los planes de futuro que no estuvieran dentro del plan marcado por el gobierno. El plan era que todas las personas de la ciudad debían trabajar en el sector de las granjas de vaca en las que se producía leche y queso. El paisaje de la ciudad era precioso lleno de praderas verdes y montañas altas por la parte del norte. Sin embargo las mayorías de las vacas leche estaban encerradas en granjas en condiciones que les hacían enfermar o morirse. Andrés Mariano era un chico al que se le daban muy bien las matemáticas pero también había encontrado algunos libros escondidos en casa de su abuelo Faustino detrás de los azulejos de detrás del espejo del baño. Solo había podido leer como seis o siete libros en toda su vida, no era mucho porque tenía 24 años, pero en comparación a todas las personas de su familia, conocidos, amigos etc. era muchísimo. Desde pequeño siempre había usado mucho su imaginación ya que le aburrió tremendamente el colegio y el instituto completamente enfocado a los conocimientos que hay que tener para manejar maquinas de las fábricas y para hacer crecer a una vaca de la manera que más provecho económico pueda dar. A pesar de que él tenía una gran inteligencia lógica para entender todos estos procesos tan automatizados y estrictos, la forma en la que había luchado contra los niveles desesperantes de aburrimiento y desesperanza siempre había sido imaginarse historias, lugares, personas, seres…

Durante ese tiempo Andrés Mariano trabajaba en una tienda de quesos como dependiente y encargado, un día se le ocurrió la idea de que podía poner pequeñas historias dentro de los quesos, al principio tenía un poco de miedo por lo que podría pasarle si le descubrían. Pasó algún tiempo y nada parecía haber cambiado desde que tuvo esa idea, todo seguía igual por su tienda, por su calla por todos los lados de la ciudad. Y así pasaron cinco o seis meses, hasta que un día un niño que se llamaba Pablo  muy secretamente en una voz bajísima le contó   que coleccionaba las historias y cuando nadie le veía antes de dormir las ponía en la mesilla y las mezclaba para crear nuevas o las cortaba, o las pegaba. Que a veces él se inventaba las suyas que se parecían un montón a las de él pero sucedían en otros lugares o el orden de lo que pasaba era diferente. Andrés Mariano sentía que su corazón latía muy rápido y estaba tremendamente asustado esa conversación podría hacer que perdiera su trabajo, que le condenaran a cárcel, incluso gente querría matarle por no hablar de lo que podría pasar al pobre niño. Sin embargo una lágrima que sólo él notó salió del lagrimal para no ser vista ni notada por nadie más que él mismo.  Y se sintió agradecidísimo al universo o a quién fuera por ello. Ya que las emociones eran un signo claro de que la imaginación podía estar cerca y estaban muy mal vistas en general y muchísimo más en público.  A pesar de todo eso sintió una felicidad profundísima, se sintió como todos los momentos en los que había sido genuinamente amado, genuinamente libre, verdaderamente contento y satisfecho con su existencia en el mundo. Pero Pablo siguió contándole en su tono secretísimo que también gracias a eso sus sueños habían cambiado. Que soñaba cosas rarísima de animales, sitios que no existían o gente que conocía haciendo cosas que él sabía que nunca harían en la vida real. Entonces Andrés Mariano sintió toda la alegría que había sentido cuando Pablo había empezado a contarle todo pero multiplicada por siete y varias lágrimas le rodaron por segundos por sus no existentes mofletes. Pabló las vio pero no dijo nada y se fue corriendo. Toda esa alegría le duró muchísimo le dio una energía enorme, escribió más historias por meses y meses. Siguió haciendo sus tareas de la tienda, y por algún tiempo sintió algo que no había sentido antes, o no recordaba haberlo hecho: paz. Estaba tranquilo y satisfecho con su vida y consigo mismo. Un día cuando estaba yendo a los contenedores que había en el callejón oscuro de detrás de la tienda, para tirar la basura, una persona apareció de repente y le clavó un cuchillo por los riñones. Andrés Mariano murió en el acto. Entonces su asesino se sentó a su lado en el callejón y lloró hasta que tuvo fuerzas suficientes para ir a esconder a Mariano.

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